Continuamos nuestra reflexión sobre los principales documentos del Vaticano II. De las cuatro “constituciones” aprobadas, la de la Palabra de Dios, la Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium, en tener la calificación de “dogmática”. Esto se explica con el hecho de que con este texto el Concilio pretendía reafirmar el dogma de la inspiración divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación con la tradición. Fiel al intento de dar luz a las implicaciones más estrechamente espirituales y edificantes de los textos conciliares, me limitaré, también aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación personal.
Un Dios que habla
El Dios bíblico es un Dios que habla. “Habla el Señor, … no está en silencio”, dice el salmo (Sal 50, 1-3). Dios mismo repite infinidad de veces en la Biblia: “Escucha, pueblo mío, quiero hablar” (Sal 50, 7). En esto, la Biblia ve la diferencia más clara con los ídolos que “tienen boca, pero no hablan” (Sal 115, 5). Dios se ha servido de la palabra para comunicarse con las criaturas humanas.
Pero ¿qué significado debemos dar a expresiones tan antropomórficas como: “Dios dijo a Adán”, “así habla el Señor”, “dice el Señor”, “oráculo del Señor”, y otras similares? Se trata evidentemente de un hablar diferente al humano, un hablar a los oídos del corazón. ¡Dios habla como escribe! “Pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones”, dice en el profeta Jeremías (Jer 31, 33).
Dios no tiene boca ni respiración humana: su boca es el profeta, su respiración es el Espíritu Santo. “Tú serás mi boca”, dice él mismo a sus profetas, o también “pondré mi palabra en tus labios”. Es el sentido de la célebre frase: “los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 Pe 1, 21). La expresión “locuciones interiores”, con la que se expresa el hablar directo de Dios a ciertas almas místicas, se aplica, en un sentido cualitativamente diferente y superior, también al hablar de Dios a los profetas en la Biblia. Sin embargo, no se puede excluir que en algunos casos, como en el bautismo y la transfiguración de Jesús, se trataba de una voz que resonaba milagrosamente también a lo exterior.
De todos modos se trata de un hablar en sentido verdadero; la criatura recibe un mensaje que puede traducir en palabras humanas. Así vívido y real es el hablar de Dios que el profeta recuerda con precisión el lugar y el tiempo en el que una cierta palabra “viene” sobre él: “El año de la muerte del rey Ozías” (Is 6, 1), “El año treinta, el día quinto del cuarto mes, mientras me encontraba en medio de los deportados, a orillas del río Queba” (Ez 1, 1), “En el segundo año del rey Darío, el primer día del sexto mes” (Ag 1, 1). Así de concreta es la palabra de Dios que de ella se dice que “cae” sobre Israel, como si fuera una piedra: “El Señor ha enviado una palabra a Jacob. Ella caerá sobre Israel” (Is 9, 7). Otra veces la misma concreción se expresa con el símbolo no de la piedra que golpea, sino del pan que se come con gusto: “Cuando se presentaban tus palabras, yo las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jer 15, 16; cf Ez 3, 1-3).
Ninguna voz humana alcanza al hombre en la profundidad en la que lo hace la palabra de Dios. Esta “penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4, 12). A veces el hablar de Dios es una voz que “ parte los cedros del Líbano” (Sal 29, 5), otras veces se parece al “rumor de una brisa suave” (1 Re 19, 12). Conoce todas las tonalidades del hablar humano.
El discurso sobre la naturaleza del hablar de Dios cambia radicalmente en el momento en el que se lee en la Escritura la frase: “La palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Con la venida de Cristo, Dios habla también con voz humana, audible con los oídos también del cuerpo. “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
¡El Verbo ha sido visto y oído! Y sin embargo lo que se escucha no es palabra de hombre, sino palabra de Dios porque quien habla no es la naturaleza si no la persona, y la persona de Cristo es la misma persona divina del Hijo de Dios. En él Dios no nos habla más a través de un intermediario, “por medio de los profetas”, sino en persona, porque Cristo es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser” (cf Eb 1, 2). Al discurso indirecto, en tercera persona, se sustituye el discurso directo, en primera persona. Ya no “¡Así dice el Señor!”, u “¡Oráculo del Señor!”, sino “¡Yo os digo!”
El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo Testamento, sea el nuevo y directo de Cristo, después de haber sido transmitido oralmente, se ha puesto por escrito, y tenemos así las divinas “Escrituras”.
San Agustín define el sacramento como “una palabra que se ve” (verbum visibile)[1]; nosotros podemos definir la palabra como “un sacramento que se oye”. En cada sacramento se distingue el signo visible y la realidad invisible que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material, como el agua en el Bautismo y el pan en la Eucaristía, una palabra del vocabulario humana, no distinta de las otras. Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de tal signo, nosotros entramos misteriosamente en contacto con la viviente verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.
“El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente en el sacramento adorable, de cuanto la verdad de Cristo lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía las especies que veis son signos, pero lo que está encerrado en ellas es el mismo cuerpo de Cristo; en la Escritura, las palabras que escucháis son signos, pero el pensamiento que os dirigen es la verdad misma del Hijo de Dios” [2].
La sacramentalidad de la palabra de Dios se revela en hecho de que a veces ella misma obra manifiestamente más allá de la comprensión de la persona que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por sí misma, ex opere operato, como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y habrá libros más edificantes que algunos libros de la Biblia (basta pensar en La Imitación de Cristo); pero ninguno de ellos obra como obra el más modesto de los libros inspirados.
He escuchado a una persona dar un testimonio en un programa televisivo en el que yo también participaba. Era un alcohólico en fase terminal; no resistía más de una hora sin beber; la familia estaba al borde de la desesperación. Le invitaron con la mujer a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí alguno leyó un pasaje de la Escritura. Una frase le atravesó como una llama de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de eso, cada vez que tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo al releer las palabras sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de estar completamente sanado. Cuando quería decir cuál era esa famosa frase, la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra del Cantar de los Cantares: “Porque tus amores son más deliciosos que el vino” (Ct 1, 2). Los estudiosos habrían arrugado la nariz frente a esta aplicación, pero el hombre podría decir: “Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida”, como el ciego de nacimiento decía a sus críticos: “Yo era ciego y ahora veo” (cf. Jn 9, 10 ss.).
Un hecho similar le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha por la castidad, oyó una voz que repetía: “Tolle, lege!”, toma y lee. Teniendo con él las cartas de san Pablo, abrió el libro decidido a tomar como la voluntad de Dios el primer texto en el que hubiese caído. Era Romanos 13, 13 s: “Vivamos con honestidad, como a la luz del día, y no andemos en glotonerías ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni en contiendas y envidias…”. “No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas”[3].
La lectio divina
Después de estas observaciones sobre la palabra de Dios en general, quisiera concentrarme en la palabra de Dios como un camino de santificación personal. “La palabra de Dios –dice la Dei Verbum–, es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” [4].
Desde el cartujo Guigo II[5], se han propuesto varios métodos y esquemas para la lectio divina. Estos, sin embargo, tienen la desventaja de estar diseñados casi siempre en función de la vida monástica y contemplativa, y por lo tanto poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda la lectura personal de la Palabra de Dios a todos los creyentes, religiosos y laicos.
Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de la Biblia al alcance de todos. En la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25) leemos un famoso texto sobre la palabra de Dios. Del mismo obtenemos un esquema de la lectio divina que tiene tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner en práctica la palabra. Reflexionemos sobre cada una ellas.
Acoger la Palabra
La primera etapa es la escucha de la Palabra: “Recibid con docilidad, dice el apóstol, la Palabra sembrada en vosotros”. Esta primera etapa abarca todas las formas y las maneras en que el cristiano entra en contacto con la palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas bíblicas, los subsidios escritos y –insustituible– la lectura personal de la Biblia.
“El Santo Concilio –se lee en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3, 8), con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. […] Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios” [6].
En esta fase debemos tener cuidado con dos peligros. El primero es pararse en la primera etapa y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo en los lugares de formación académica. Si uno espera a ser desafiado personalmente por la Palabra –observa Kierkegaard– hasta que no haya resuelto todos los problemas asociados con el texto, las variaciones y las diferencias de opinión de los expertos, nunca concluirá nada. La Palabra de Dios ha sido dada para que la pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades [7]. No son los puntos oscuros de la Biblia, decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡son sus puntos claros!
Santiago compara la lectura de la palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se pasa todo el tiempo mirando el espejo –examinando la forma, el material, el estilo, la época–, sin mirarse jamás en el espejo. Para él el espejo no cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable y jamás se darán bastantes gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una comprensión cada vez mejor del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no suficiente.
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Solo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen: tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.
Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lc 8, 5-15), Jesús nos ofrece una ayuda para descubrir dónde estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la recepción de la palabra de Dios. Él distingue cuatro tipos de suelo: el camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica, entonces, lo que simbolizan los diferentes terrenos: el camino a aquellos en los que las palabras de Dios no tienen tiempo ni para detenerse; el terreno pedregoso, a los superficiales e inconstantes que escuchan tal vez con alegría, pero no dan a la palabra una oportunidad de echar raíces; el terreno lleno de zarzas, a los que se dejan ahogar por las preocupaciones y los placeres de la vida; el terreno bueno son los que escuchan y dan fruto con perseverancia.
Leyendo, podríamos tener la tentación de sobrevolar a toda prisa sobre las tres primeras categorías, a la espera de llegar a la cuarta que, aun con todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En realidad –y aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡se reconocen en cada una de las tres categorías anteriores! Los que humildemente reconocen las veces que han escuchado distraídamente, las veces que han sido inconstantes en las propósitos que ha despertado en ellos la escucha de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar por el activismo y por las preocupaciones materiales. He aquí, sin darse cuenta, que se están convirtiendo en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor nos conceda también a nosotros ser de los suyos!
Sobre el deber de aceptar la palabra de Dios y no dejar que ninguna caiga en saco roto, escuchemos la exhortación que daba a los cristianos de su tiempo uno de los más grandes estudiosos de la palabra de Dios, el escritor Orígenes:
“Vosotros que estáis acostumbrados a tomar parte en los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se pierda del don consagrado. Estáis convencidos, justamente, de que es una culpa dejar caer sus fragmentos por descuido. Si por conservar su cuerpo sois tan cautos –y es justo que lo seáis–, sabed que descuidar la palabra de Dios no es culpa menor que descuidar su cuerpo” [8].
Contemplar la Palabra
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en “fijar la mirada” en la palabra, en el estar largo tiempo delante del espejo, vale a decir en la meditación o contemplación de la Palabra. Los Padres usaban para esto las imágenes del masticar o del rumear. “La lectura –escribía Giugo II– ofrece a la boca un alimento sustancioso, la meditación, lo mastica y lo despedaza” [9]. “Cuando uno recuerda las cosas oídas dulcemente las vuelve a pensar en su corazón, se vuelve similar al rumiante”, dice san Agustín [10].
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer “cómo es”, aprende a conocerse a sí misma, descubre su deformidad de la imagen de Dios y de la imagen de Cristo. “Yo no busco mi gloria”, dice Jesús (Jn 8, 50): aquí el espejo delante de ti y en seguida ves lo lejos que estás de Jesús, si buscas tu gloria; “bienaventurados los pobres de espíritu”: el espejo está de nuevo delante de ti y en seguida te descubres lleno de apegos y lleno de cosas superfluas, lleno sobre todo de ti mismo; “la caridad es paciente…” y de das cuenta cuanto tú eres impaciente, envidioso, interesado. Más que “escrutar la Escritura” (cf Jn 5, 39), se trata de “dejarse escrutar” por la Escritura.
“La palabra de Dios –dice la Carta a los Hebreos– está viva, eficaz y más cortante que la mejor espada; esa penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu, en las junturas y en la médula y escruta en los sentimientos y en los pensamientos del corazón. No hay criatura que pueda esconderse delante de él, pero todo está desnudo y descubierto a los ojos suyos. (Heb 4, 12-13).
En el espejo de la Palabra, por suerte no vemos solamente a nosotros mismos y nuestra deformidad; vemos antes de todo el rostro de Dios; mejor aún, vemos el corazón de Dios.
La Escritura, dice san Gregorio Magno, es “una carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en la palabra de Dios” [11]. También para Dios vale el dicho de Jesús: “La boca habla de la plenitud del corazón” (Mt 12, 34); Dios nos ha hablado en la Escritura, de lo que llena siempre su corazón, o sea el amor. Todas las Escrituras han sido escritas para esta finalidad: que el hombre pudiera entender lo mucho que Dios lo ama, y lo entendiese para inflamarse de amor hacia él [12]. El Año Jubilar de la Misericordia es una ocasión magnífica para volver a leer toda la Escritura desde este ángulo, como la historia de las misericordias de Dios.
Hacer la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino, propuesto por el apóstol Santiago: “Sean de aquellos que ponen en práctica la palabra…, quien la pone el práctica encontrará su felicidad en el practicarla… Si uno escucha solamente y no pone en práctica la palabra, se asemeja a un hombre que observa el propio rostro en un espejo: apenas se siente observado se va, y enseguida se olvida cómo era”.
Esta es también la cosa que más le agrada a Jesús: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Sin este “hacer la Palabra” todo el resto acaba siendo una ilusión, una construcción en la arena (Mt 7, 26). No se puede ni siquiera decir de haber entendido la Palabra porque, como escribe san Gregorio Magno, la palabra de Dios se entiende verdaderamente solamente cuando se comienza a practicarla [13].
Esta tercera etapa consiste en obedecer a la Palabra. Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu, se vuelven expresión de la voluntad viviente de Dios hacia mí, en un determinado momento. Si escuchamos con atención, nos daremos cuenta con sorpresa que no hay un día en el que, en la liturgia, en la recitación de un salmo, o en otros momentos, no descubramos una palabra de la cual debemos decir: “¡Esto es para mi!, ¡esto es lo que hoy tengo que hacer!”.
La obediencia a la palabra de Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De tener que obedecer a órdenes y a autoridades visibles, solo pasa a veces, tres o cuatro veces en la vida, se si trata de obediencias serias; pero obediencia a la palabra de Dios puede haber una en cada momento. Y también es la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores. San Ignacio de Antioquía daba este maravilloso consejo a un colega suyo del episcopado: “Nada se haga sin tu consenso, pero tú no hagas nada sin el consenso de Dios” [14].
Obedecer a la palabra de Dios significa, en realidad, seguir las buenas inspiraciones. Nuestro progreso espiritual depende en gran parte de nuestra sensibilidad a las buenas inspiraciones y a la rapidez con la que respondemos. Una palabra de Dios te ha sugerido un propósito, te ha puesto en el corazón el deseo de una buena confesión, de una reconciliación, de un acto de caridad; te invita a interrumpir un momento el trabajo y a dirigir a Dios un acto de amor. No pongas excusas, no dejes que pase. “Timeo Iesum transeuntem”, decía el mismo san Agustín [15]; o sea decir: “Tengo miedo de la buena inspiración que pasa y que no vuelve”.
Terminamos con el pensamiento de un antiguo Padre del desierto [16]. Nuestra mente decía, es como un molino, este continúa a moler durante todo el día el primer grano que se pone en él. Apurémonos por lo tanto a poner en este molino, desde la mañana temprano, el buen grano de la palabra de Dios; de no hacerlo, viene el demonio y pone en él la cizaña.
La palabra particular que podemos poner hoy en el molino de nuestro espíritu es el lema del año jubilar de la misericordia: “Sed misericordiosos como es misericordioso el Padre vuestro celestial”.
[1] S. Augustin, Trattati sul Vangelo di Giovanni, 80, 3.
[2] J.B. Bossuet, Sur la parole de Dieu, in Œuvres oratoires de Bossuet, III, Desclée de Brouwer, Paris 1927, p. 627.
[3] S. Augustin, Confessioni, VIII, 29.
[4] Dei Verbum, n. 21.
[5] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.
[6] Dei Verbum, n. 25.
[7] S. Kierkegaard, Per l’esame di se stessi. La Lettera di Giacomo, 1, 22, in Opere, a cura di C. Fabro, cit., pp. 909 ss.
[8] Origene, In Exod. hom. XIII, 3.
[9] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, Milano 1986, p. 22.
[10] S. Augustin, Enarr. in Ps., 46, 1 (CCL 38, 529).
[11] S. Gregorio Magno, Registr. Epist., IV, 31 (PL 77, 706).
[12] S. Augustin, De catech. rud., I, 8.
[13] S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).
[14] S. Ignazio de Antiochia, Lettera a Policarpo 4, 1.
[15] S. Augustin, Discorsi, 88, 14, 13.
[16] Cf. S. Juan Cassiano, Conferencias, I, 18.